martes, 11 de septiembre de 2012


Primer día

Capitulo I: Conociendo  a Sophie.

El sol amanecía entre claras nubes en la pequeña aldea de Brezo. La brisa procedente del mar del norte otorgaba  un toque húmedo y salado al ambiente. Las cortinas de su habitación se contoneaban al compás de aquel dulce soplido primaveral. Los rayos de sol parecían avergonzarse en su intento de despertar a la joven que dormía en aquella habitación. La tez pálida y la belleza de la chica pelirroja que yacía sobre la cama hacia retroceder aquellos rayos del rey de los cielos. Veintiún años observando las pecas de Sophie desde su alto reino y aún el gran sol no se atrevía a despertarla. Días como aquel prefería dejar paso a la suave brisa, la cual lentamente fue inundando los pulmones de Sophie de mar, de amanecer, tal y como le gustaba a aquella joven y delicada guerrera que la despertasen, lentamente.

Poco a poco fue abriendo los parpados, dejando mostrar unos brillantes ojos verdes. Entre pestañeos pudo ver dificultosamente el danzar de las cortinas, de un lado para otro, incansables. No quiso moverse de la cama, no tenía por qué hacerlo, prefirió quedarse ahí, observando el techo agrietado de la habitación donde la había tocado dormir desde el día que nació, aspirando el aire fresco de un nuevo día. Lentamente y con la delicadeza que la caracterizaba, se acurrucó unos instantes bajo las suaves mantas rojas que vestían la cama. En la parte superior de dicha manta, podía apreciarse un bordado dorado con su nombre. Pasó los dedos sobre aquel relieve varias veces, acariciándolo, mientras recordaba las palabras de uno de los maestros del Santuario donde vivía; Sophie, un nombre perfecto  para ser leyenda.

Se lo dijo Arza, segundo maestro del Santuario de Ízinberg, uno de los hombres más sabios de la isla de Milennia y parte del continente. Los pelos de los brazos aun se la erizaban al recordar las palabras de aquel hombre al que siempre había sentido como un padre aunque en realidad no era nada suyo, más que un maestro de gran corazón.

De repente Sophie se asustó, las campanas del Santuario comenzaron a sonar sin previo aviso. Sus ojos se abrieron como platos, casi olvidaba el día que era, veintisiete de mayo, la festividad de Nuestro Héroe; Fámir, el héroe por excelencia en aquella verde aldea.  La verdad que la joven tenía razones para estar en la cama, llevaba los tres días anteriores ayudando con los preparativos de la festividad y se encontraba cansada, pues al terminar cada noche, entrenaba con su espada en la playa. El arte del acero, una de las aficiones preferidas de Sophie, y no es de extrañar, era sin lugar a dudas la mejor guerrera del reino de Íberis y de toda la isla, incluso el ejército íbero, a pesar de su juventud, le ha pedido en innumerables ocasiones su alistamiento en el ejército siendo rechazados todas ellas de la misma manera, pues la joven prefería estar cerca de los suyos y continuar aprendiendo de ellos.

Las campanas volvieron a sonar tras un leve descanso y las cortinas, comenzaron a bailar más rápidamente. Algo decía que era hora de levantarse. Lentamente se destapó, tirando y arrugando hasta sus pies la manta roja y la sábana que la cubría. Sophie vestía un camisón blanco, por el cual, entró una ligera ráfaga aire fresco que la hizo tiritar. Se sentó sobre el lado derecho de la cama y pisó con sus pies descalzos el frio mármol. Rápidamente inclinó su cuerpo hacia abajo, estiró el brazo por debajo de la cama y alcanzó sus zapatillas de piel. Se las colocó con suavidad sobre los pies. Cuando volvió a apoyarlos en el suelo, dejó de sentir el frio. Tras un leve impulso se irguió, mostrando su altura y su cuerpo atlético. Lo primero que hizo tras ponerse a caminar fue dirigirse hacia la ventana de madera que daba al norte, al mar, a la playa. Hacía un día estupendo. Corrió las cortinas a ambos lados y abrió del todo la ventana para, después, poder asomar mas de la mitad de su cuerpo por ella, manteniendo los ojos cerrados y aspirando profundamente, sintiendo cada molécula, cada partícula de aire, saboreando aquel instante maravilloso, haciendo lo que tanto la gustaba en esos días primaverales.

Tras disfrutar de aquel delicioso momento, Sophie abrió los ojos dejando que su cuerpo reculase y volviese dentro de la habitación para poder contemplar aquel maravilloso paisaje que se encontraba a sus pies. Justamente debajo de ella se encontraba el Patio de los Maestros, una zona verde repleta de arboles y arbustos podados de manera que cada uno de ellos hacia una forma geométrica diferente, todo aquello gracias a las manos del monje Galian, el jardinero. En medio de aquella espesa hierba del patio, colocadas estratégicamente, había piedras formando caminos en todas las direcciones posibles, piedras de gran tamaño hundidas en la tierra. Mas allá del santuario, situado en lo alto de una colina, podía divisarse la playa, las palmeras en medio de la arena, el mar azul que brillaba poco pues el sol aun no dejaba mostrarse mucho entre las nubes, pero que gracias al cual, pudo deducir la hora que era; entre las ocho y las ocho y media de la mañana. Y es que a pesar de sus veintiún años, Sophie poseía una mente privilegiada, era conocedora de muchas cosas que los Maestros de Ízinberg la habían enseñado, pues de aquel Santuario de piedra y marfil, levantado hace cientos de años por Ízinberg, templo de oración y fe para algunos y sacrilegio para otros, se decía que escondía cientos de secretos, misterios y leyendas que solo los Maestros conocían.

A Sophie no le importaba nada de lo que se dijese fuera, ella estaba tranquila y a gusto allí, con aquella familia que la cuidaba como si de una hija se tratase. Y no era de extrañar, pues desde aquel diez de julio del año cuatrocientos nueve después de la Gran Paz, Sophie apareció como por arte de magia en las grandes puertas de hierro del Santuario, dentro de un canastillo de mimbre, envuelta en una sabana de lino blanca, una noche extraña y calurosa. Desde aquel día los Maestros la acogieron como una más, como si fuese la hija de todos y allí vivió con ellos hasta el día de hoy.

Esperando pasar unos días festivos, alegres y en buena compañía, Sophie se alejó de la ventana y comenzó a hacer su cama con tranquilidad pues ayudaba a los monjes en todo lo que le era posible pues se sentía una mas allí. Tras terminar de plegar a la perfección cada centímetro de tela mientras tarareaba alegremente, comenzó a llegar a la habitación un leve olor a café recién molido. Era una de sus pocas debilidades, un buen café caliente. La joven se apresuró por primera vez esa mañana, dirigiéndose a su pequeño armario de madera de boj que se ubicaba junto a la ventana. Abrió las puertas de par en par y cogió ropa limpia que el Maestro lavandero Telhuí había dejado allí doblada sin ningún tipo de arrugas. Lo primero que hizo fue dejar caer sobre el suelo el camisón con el que dormía. Después cogió un blusón blanco de manga larga y largo hasta las rodillas, y se lo puso sobre su cuerpo esbelto y blanco como la nieve. Encima de aquel bonito blusón se colocó un largo chaleco acabado en flecos, de tirante ancho en el hombro, aterciopelado de color marrón y con un cordón cruzado en zigzag varias veces en la zona del escote como adorno. Después se quitó las zapatillas y cogió del suelo del armario sus botas de cuero preferidas, altas y negras, sin tacón, cómodas como ninguna otra bota en el mundo y se sentó sobre la cama para poder ponérselas debidamente.

Una vez vestida recogió el camisón y las zapatillas del suelo y lo colocó dentro del arcón que poseía a los pies de la cama. Después se acercó a la mesita de noche y cogió el cepillo con el que se atusó con delicadeza aquel cabello rojo fuego, que brillaba cada vez más. Una vez peinada, caminó hacia la cómoda donde la esperaba el espejo, un cuenco dorado lleno de agua limpia y un paño que el Maestro Dirio colocó el día anterior para que Sophie se asease. Y así lo hizo, se mojó la cara varias veces y después se la secó frotando con el paño suavemente sobre su delicada piel. Una vez preparada, Sophie salió decidida de su cuarto  y descendió los dos pisos que la separaban de la cocina. La habitación en la que dormía fue trastero una vez y habilitado como cuarto el día que la encontraron. Por esa razón se encontraba tan lejos, por eso y porque era mujer, y no podía dormir junto los hombres.

Recorrió los largos pasillos del Santuario. Cuadros de todos los tamaños de antiguos maestros y teas apagadas que solo se encendían de noche ataviaban las paredes de piedra por las que gracias a ventanales de vidrio de diferentes colores traspasaba la luz del día. Sus pisadas no hacían ningún ruido pues la gran mayoría de los pasillos vestían alfombras rojas con bordados en oro. Para Sophie era como un palacio y aunque era un lugar inmenso, la joven lo sentía acogedor.

Tras adentrarse en la cocina dio los buenos días a todos los maestros que allí se encontraban comenzando la mañana con la sonrisa que la caracterizaba. Se sentó en su sitio de siempre y desayunó tranquila saboreando el café que tanto le gustaba, ajena a las sorpresas que el día  estaba a punto de depararla.

viernes, 27 de julio de 2012

Introducción


Se dice que solo las historias bonitas son las únicas recordadas por la gente, pues son cantadas, contadas e inmortalizadas por poetas, bardos y ancianos que las transmiten de generación en generación. La gran mayoría son recordadas por el mundo entero, popularizándose, narradas de mil maneras, titulándolas de diferentes formas, pero todas con el mismo objetivo, enseñar. Pero hay algunas que tan solo unos pocos saben, historias que un pequeño puñado de gente conoce. De esas personas se dice que son unos privilegiados, por el simple hecho de ser los únicos que conocen una historia bonita, un cuento o una canción.

No es por vacilar ni sentirme superior, pero creo que puedo referirme a mi mismo como uno de esos pocos privilegiados que conoce una de las más bonitas historias que nadie recuerda. Y todo ello, gracias a mi abuelo.

Hombre alto, de espalda ancha y espeso pelo cano. Guardián de secretos, acogedor cuentacuentos de manta y chimenea, soldado de la noche que velaba por nuestros sueños, sueños, que él mismo, intentaba hacer realidad con cada palabra. Así recuerdo yo a mi abuelo, un hombre bueno al que todos querían.

Aún no se porque fui elegido para conocer la historia que tan solo él conocía y que una vez, también le contó su abuelo. ¿Tal vez quería que yo la contase al mundo? Quizá, no lo sé, y puede que nunca lo descubra, lo único que tengo claro es que ha llegado la hora de que todos tengáis el privilegio de conocer una de las historias más bonitas que posiblemente solo yo conozca.

Fueron muchas las veces, o mejor dicho, las noches que le pedí me la contara y aún lo recuerdo como la primera vez que lo hizo. Se me erizó el bello con cada detalle, con cada canción que el recordaba a la perfección, tal y como su abuelo se la contó.

Me dijo tras narrar la historia cientos de veces, que cada generación debe aportar su granito de arena y titularla de la manera que crea conveniente. Y así he hecho yo.

Creo que ha llegado el momento de contárosla.

Sé que corren tiempos duros para todos y he decidido dar a conocer esta historia ahora, pues es hora de despertar al niño que todos llevamos dentro, de encender la magia de nuestros corazones e iluminar con ella la oscuridad del futuro incierto que nos espera.

Ha llegado la hora de desvelar a todos lo que ocurrió en aquella época perdida y de la que nadie sabe nada, hasta ahora. A esta historia la he titulada, “La canción del exilio”. Espero que sintáis en vuestro corazón lo que yo sentí hace tanto tiempo, que os guste y que lo convirtáis en una gran leyenda. Va por ti abuelo.