Primer día
Capitulo I: Conociendo a Sophie.
El sol amanecía entre claras
nubes en la pequeña aldea de Brezo. La brisa procedente del mar del norte
otorgaba un toque húmedo y salado al
ambiente. Las cortinas de su habitación se contoneaban al compás de aquel dulce
soplido primaveral. Los rayos de sol parecían avergonzarse en su intento de
despertar a la joven que dormía en aquella habitación. La tez pálida y la
belleza de la chica pelirroja que yacía sobre la cama hacia retroceder aquellos
rayos del rey de los cielos. Veintiún años observando las pecas de Sophie desde
su alto reino y aún el gran sol no se atrevía a despertarla. Días como aquel prefería
dejar paso a la suave brisa, la cual lentamente fue inundando los pulmones de
Sophie de mar, de amanecer, tal y como le gustaba a aquella joven y delicada
guerrera que la despertasen, lentamente.
Poco a poco fue
abriendo los parpados, dejando mostrar unos brillantes ojos verdes. Entre pestañeos
pudo ver dificultosamente el danzar de las cortinas, de un lado para otro,
incansables. No quiso moverse de la cama, no tenía por qué hacerlo, prefirió
quedarse ahí, observando el techo agrietado de la habitación donde la había
tocado dormir desde el día que nació, aspirando el aire fresco de un nuevo día.
Lentamente y con la delicadeza que la caracterizaba, se acurrucó unos instantes
bajo las suaves mantas rojas que vestían la cama. En la parte superior de dicha
manta, podía apreciarse un bordado dorado con su nombre. Pasó los dedos sobre aquel
relieve varias veces, acariciándolo, mientras recordaba las palabras de uno de
los maestros del Santuario donde vivía; Sophie, un nombre perfecto para ser leyenda.
Se lo dijo Arza, segundo
maestro del Santuario de Ízinberg, uno de los hombres más sabios de la isla de
Milennia y parte del continente. Los pelos de los brazos aun se la erizaban al
recordar las palabras de aquel hombre al que siempre había sentido como un
padre aunque en realidad no era nada suyo, más que un maestro de gran corazón.
De repente Sophie se
asustó, las campanas del Santuario comenzaron a sonar sin previo aviso. Sus
ojos se abrieron como platos, casi olvidaba el día que era, veintisiete de
mayo, la festividad de Nuestro Héroe; Fámir, el héroe por excelencia en aquella
verde aldea. La verdad que la joven tenía
razones para estar en la cama, llevaba los tres días anteriores ayudando con
los preparativos de la festividad y se encontraba cansada, pues al terminar
cada noche, entrenaba con su espada en la playa. El arte del acero, una de las
aficiones preferidas de Sophie, y no es de extrañar, era sin lugar a dudas la
mejor guerrera del reino de Íberis y de toda la isla, incluso el ejército íbero,
a pesar de su juventud, le ha pedido en innumerables ocasiones su alistamiento
en el ejército siendo rechazados todas ellas de la misma manera, pues la joven prefería
estar cerca de los suyos y continuar aprendiendo de ellos.
Las campanas volvieron
a sonar tras un leve descanso y las cortinas, comenzaron a bailar más
rápidamente. Algo decía que era hora de levantarse. Lentamente se destapó, tirando
y arrugando hasta sus pies la manta roja y la sábana que la cubría. Sophie vestía
un camisón blanco, por el cual, entró una ligera ráfaga aire fresco que la hizo
tiritar. Se sentó sobre el lado derecho de la cama y pisó con sus pies
descalzos el frio mármol. Rápidamente inclinó su cuerpo hacia abajo, estiró el
brazo por debajo de la cama y alcanzó sus zapatillas de piel. Se las colocó con
suavidad sobre los pies. Cuando volvió a apoyarlos en el suelo, dejó de sentir
el frio. Tras un leve impulso se irguió, mostrando su altura y su cuerpo
atlético. Lo primero que hizo tras ponerse a caminar fue dirigirse hacia la
ventana de madera que daba al norte, al mar, a la playa. Hacía un día
estupendo. Corrió las cortinas a ambos lados y abrió del todo la ventana para,
después, poder asomar mas de la mitad de su cuerpo por ella, manteniendo los
ojos cerrados y aspirando profundamente, sintiendo cada molécula, cada partícula
de aire, saboreando aquel instante maravilloso, haciendo lo que tanto la
gustaba en esos días primaverales.
Tras disfrutar de
aquel delicioso momento, Sophie abrió los ojos dejando que su cuerpo reculase y
volviese dentro de la habitación para poder contemplar aquel maravilloso
paisaje que se encontraba a sus pies. Justamente debajo de ella se encontraba
el Patio de los Maestros, una zona verde repleta de arboles y arbustos podados
de manera que cada uno de ellos hacia una forma geométrica diferente, todo
aquello gracias a las manos del monje Galian, el jardinero. En medio de aquella
espesa hierba del patio, colocadas estratégicamente, había piedras formando
caminos en todas las direcciones posibles, piedras de gran tamaño hundidas en
la tierra. Mas allá del santuario, situado en lo alto de una colina, podía
divisarse la playa, las palmeras en medio de la arena, el mar azul que brillaba
poco pues el sol aun no dejaba mostrarse mucho entre las nubes, pero que
gracias al cual, pudo deducir la hora que era; entre las ocho y las ocho y
media de la mañana. Y es que a pesar de sus veintiún años, Sophie poseía una
mente privilegiada, era conocedora de muchas cosas que los Maestros de Ízinberg
la habían enseñado, pues de aquel Santuario de piedra y marfil, levantado hace
cientos de años por Ízinberg, templo de oración y fe para algunos y sacrilegio
para otros, se decía que escondía cientos de secretos, misterios y leyendas que
solo los Maestros conocían.
A Sophie no le importaba
nada de lo que se dijese fuera, ella estaba tranquila y a gusto allí, con aquella
familia que la cuidaba como si de una hija se tratase. Y no era de extrañar,
pues desde aquel diez de julio del año cuatrocientos nueve después de la Gran Paz,
Sophie apareció como por arte de magia en las grandes puertas de hierro del
Santuario, dentro de un canastillo de mimbre, envuelta en una sabana de lino
blanca, una noche extraña y calurosa. Desde aquel día los Maestros la acogieron
como una más, como si fuese la hija de todos y allí vivió con ellos hasta el día
de hoy.
Esperando pasar unos
días festivos, alegres y en buena compañía, Sophie se alejó de la ventana y
comenzó a hacer su cama con tranquilidad pues ayudaba a los monjes en todo lo
que le era posible pues se sentía una mas allí. Tras terminar de plegar a la perfección
cada centímetro de tela mientras tarareaba alegremente, comenzó a llegar a la
habitación un leve olor a café recién molido. Era una de sus pocas debilidades,
un buen café caliente. La joven se apresuró por primera vez esa mañana,
dirigiéndose a su pequeño armario de madera de boj que se ubicaba junto a la
ventana. Abrió las puertas de par en par y cogió ropa limpia que el Maestro lavandero
Telhuí había dejado allí doblada sin ningún tipo de arrugas. Lo primero que
hizo fue dejar caer sobre el suelo el camisón con el que dormía. Después cogió
un blusón blanco de manga larga y largo hasta las rodillas, y se lo puso sobre
su cuerpo esbelto y blanco como la nieve. Encima de aquel bonito blusón se colocó
un largo chaleco acabado en flecos, de tirante ancho en el hombro,
aterciopelado de color marrón y con un cordón cruzado en zigzag varias veces en
la zona del escote como adorno. Después se quitó las zapatillas y cogió del
suelo del armario sus botas de cuero preferidas, altas y negras, sin tacón, cómodas
como ninguna otra bota en el mundo y se sentó sobre la cama para poder
ponérselas debidamente.
Una vez vestida recogió
el camisón y las zapatillas del suelo y lo colocó dentro del arcón que poseía a
los pies de la cama. Después se acercó a la mesita de noche y cogió el cepillo
con el que se atusó con delicadeza aquel cabello rojo fuego, que brillaba cada
vez más. Una vez peinada, caminó hacia la cómoda donde la esperaba el espejo,
un cuenco dorado lleno de agua limpia y un paño que el Maestro Dirio colocó el día
anterior para que Sophie se asease. Y así lo hizo, se mojó la cara varias veces
y después se la secó frotando con el paño suavemente sobre su delicada piel.
Una vez preparada, Sophie salió decidida de su cuarto y descendió los dos pisos que la separaban de
la cocina. La habitación en la que dormía fue trastero una vez y habilitado
como cuarto el día que la encontraron. Por esa razón se encontraba tan lejos,
por eso y porque era mujer, y no podía dormir junto los hombres.
Recorrió los largos
pasillos del Santuario. Cuadros de todos los tamaños de antiguos maestros y
teas apagadas que solo se encendían de noche ataviaban las paredes de piedra
por las que gracias a ventanales de vidrio de diferentes colores traspasaba la
luz del día. Sus pisadas no hacían ningún ruido pues la gran mayoría de los
pasillos vestían alfombras rojas con bordados en oro. Para Sophie era como un
palacio y aunque era un lugar inmenso, la joven lo sentía acogedor.
Tras adentrarse en la
cocina dio los buenos días a todos los maestros que allí se encontraban
comenzando la mañana con la sonrisa que la caracterizaba. Se sentó en su sitio
de siempre y desayunó tranquila saboreando el café que tanto le gustaba, ajena
a las sorpresas que el día estaba a
punto de depararla.